Sentía el calor de su cuerpo tendido, dormido, exhausto, a su lado. Estaba acostumbrado a la oscuridad de aquellas noches, en esa habitación cómplice. Sus dedos enmarañados en sus cabellos de medusa, se divertían. Pensaba, como siempre lo hacía, sentado en el lecho, mirando por la ventana los edificios muertos luego del trajín del día. Todos sus encuentros eran estéticos, cuidadosos, temerarios. En su otra mano el cigarro, que solía fumar hasta el filtro. Lanzaba el humo con esmero, delicadeza, tratando de hacer círculos perfectos, serpentinas, calamares. Observaba las figuras que subían con aleteos torpes, deformándose, haciéndose rostros, engendros huraños, para luego fundirse en las nubes de tabaco ofrendado, azulino.
Trataba de llevar la cuenta de sus pasiones, pero siempre se perdía en el mismo detalle. Aquella vez se encontraron desnudos en un sueño mutuo, irreconocibles, corriendo en círculos por la habitación vacía. Ambos tarareaban una sinfonía promiscua del siglo pasado, - Dios te salve María- , intercalado, compás; encerrando una cruz de neón. Rojo, azul, verde, centellantes. Nunca pensó que la procesión los confrontaría, uniría por la casualidad del credo, comprometiendo a reuniones clandestinas, fogosas, inestables. Entre caricias, susurró:
Romano, romano, romano, tu nombre es romano
Romano de Roma, Roma de amor al revés
Si tu nombre es romano, tú eres romana
Me deshago apostólico, me deshago católico,
Me hago romano, como tu nombre
Busca en mis raíces mi nuevo acento
Soy romano de Roma, de tres montes
Romano, romano, romano, tu nombre es romano
Romano de bota, romano de conquista
Si tú eres romana, yo soy romano
Me hago gladia, te haces látigo, nos hacemos romanos
Desde hoy somos romanos
Y guiando los dedos por su cuello,
caminando el surco de su espalda suave,
la bautizó.
Y Miguel llegó en bicicleta, pedaleando rajado por la calle de tierra, traía sed, y no quería llegar tarde a su cita con los ocho grados del tinto en caja, que lo esperaban al otro lado de la línea. Saludó a Carlos, tiró la bicicleta sobre la maleza y se vio su antebrazo chamuscado. Nunca cicatrizó bien, por más que le hicieron tratamiento, por más que la abuela le echó aceite de rosa mosqueta; su brazo lucia horrible. Se lo quemó cuando chico, a los siete, jugando en la cocina, mientras su madre miraba las telenovelas mexicanas. El niño quiso trepar como el hombre araña y terminó dando vuelta el lechero donde hervían los huevos cocidos para el almuerzo. Se quemó el pecho y el brazo izquierdo. Gritó tan fuerte que todos en la cuadra lo sintieron chillar. Cuando uno se quema arde hasta en el alma, y miguelito tuvo quemaduras grado tres o cuatro o cinco. Su piel quedó roja un momento y luego las empollas tremendas lo cubrieron casi entero. Tres años yendo a Coaniquem. Conoció Santiago, anduvo en metro y usó escaleras mecánicas. Viajó sagradamente con su abuela, con su tía y con su madre, sagradamente, dos veces por mes. Le pusieron vendajes elásticos y gasa; curación y emulsionado, pero su piel nunca mejoró, se dañó los vasos, dijo el doctor.
- Trae pa’ acá- le quitó la caja a Carlos, y comenzó a beber bajo el sol que ardía, para ellos y nosotros, aquella tardecita de verano. Se sentaron.
Miguel sacó un paté de su bolsillo, lo perforó de un mordisco y se echó en el dedo.
-Me lo pelé del negocio del viejo Chito, me lo cagué pulento al viejo.
- Le podrías haber sacado un pancito también- dijo Carlos, y comenzó a chupar directamente del envase.
-No seai chancho culiao, ni ahí con comer babas tuyas. Le quita el paté
- Ya me las comiste cuando te agarraste a
Lo cierto es que ambos habían estado con las mismas mujeres; al mismo tiempo, en las mismas fiestas, días antes o meses después. La oferta femenina en el pueblo, era escasa, así que no había problema en terminar acariciando las mismas entrepiernas, bebiendo de los mismos labios, compartiendo la saliva en ese circuito reducido de las relaciones púberes, que sólo la gente que ha vivido en pueblitos huachos puede conocer. Lo que no perdonaba Carlos, era que Miguel se haya acostado con su prima santiaguina, nunca se lo dijo, aún cuando estuvo varias veces apunto de golpearlo por aquello. Siempre la quiso. Tardes de verano completas bañándose en el riachuelo del pueblo habían provocado en Carlos un sentimiento parecido al amor. Sufrió, sinceramente, con cada despedida hacia el final del verano. Su prima se iba y él se quedaba masticando la rabia por no poder irse con ella, contando los días para poder volverla a ver. Y su prima volvía y en él interior de Carlos la devoción resistía intacta, en lo profundo de su corazoncito de niño, que se aceleraba cada vez ella lo abrazaba en el río para que él la llevase al apa. Eso, su prima volvía siempre, hasta el verano en que apareció Miguel.
El torso de Miguel estaba ciertamente deformado por las quemaduras que sufrió cuando niño, y en sus rasgos no había nada que lo hiciera destacar como un hombre atractivo; quizá sus ojos altaneramente verdes, sin embargo poseía un extraño encanto, una facilidad insólita para encamarse con cuanta lolita santiaguina osaba aparecer por L***, y la prima de Carlos no fue la excepción. Tardó tres días en tomar lo que su amigo deseó por años. La hizo suya bajo los sauces que crecen junto al río, escondidos tras las espinas de un matorral, a la hora en que todos lo bañistas ya se han ido y el sol mengua tras los cerros del Oeste. Esa fue la primera vez. La segunda fue en su cuarto, mientras sus padres trabajaban en la cosecha de manzanas. La clavó una tarde entera; contra el muro; contra el piso; como perros; ella arriba; saliva/pubis; boquita/olor. Luego, amablemente la fue a dejar hasta la casa de su amigo, se despidieron con un beso en la cara. La tercera y última, cuatro días después, fue en la casa de Carlos, en la pieza de Carlos, en el colchón de una plaza, entre los tabiques de cholguán y la ropa sucia del primo huaso. Carlos los espió a través del mismo orificio con el que miraba a su hermana cuando se acostaba con Jonny, su primo. Pero esta vez no hubo reacción, Carlos se quedó viéndolos boquiabierto, sin poder quitar la mirada, revolcándose, en su mente, con los dos; penetrándola a ella, sintiendo el roce de la piel de Miguel. La escena duró hasta que llegó la abuela buscando calcetines que lavar. Entró a la pieza, los vio, tomó al Miguel de las mechas y con una fuerza insólita lo arrojó fuera, desnudo, erecto; como un perro en leva, al que acaban de corretear. Carlos estaba seguro de que su abuela nunca hablaría de aquello, y nunca lo hizo. Lo cierto es que al verano siguiente su prima no volvió.
Carlos estaba apoyado en una empalizada, el sudor le chorreaba por su pescuezo de púber casi hombre, tenía diecisiete, eran las dos de la tarde y se empinaba una caja de vino tinto que estaba apunto de hervir, casi vinagre; lo tragaba igual. Estaba solo, parado a un costado del riel atragantándose con el líquido que ya casi se evaporaba al interior de un envase tetra pack. Sus dientes violetas, espumeaban el brebaje, la saliva, el mareo, el hígado… no le importaba. Masticaba la cajita mientras veía como las lagartijas, las culebras y todas las alimañas del mundo corrían a tomar sol sobre las piedras. Estaba alcohólico y lo sabía, no pasaba los dieciocho y no podía dejar de beber, era el karma de su familia, de su barrio, de su vida. Padre alcohólico, abuelo alcohólico, no había razón para que él fuese distinto. Su cara ya tenía esa tonalidad rosa que se adquiere con la bebida, su piel exhalaba los vapores etílicos. A veces olvidaba cosas, se excusaba pensando en que había cosas que era mejor no recordar.
Estaba ahí parado viendo como el tiempo se detenía entre las rocas y las zarzas mientras el sol allá arriba, quemando, se encargaba de hacer arder el hierro infinito de la línea. En ocasiones cuando estaba muy borracho ponía su frente contra el metal ardiente para sentir ese calor punzante que lo hacía volver a tierra, un segundo de lucidez para volver a empinar la caja, para sumergirse una vez más. No había dolor, no había resaca, simplemente dejaba la cabeza ahí puesta hasta sentir que la aguja inmensa le comenzaba a perforar la sien, así lentamente… despacio. Entonces podía sentir la sangre arder en sus ojos mientras el sudor corría por sus tiesos cabellos negros, era casi como aguantar la respiración bajo el agua, uno, dos tres… y así hasta completar cincuenta, su record. Un minuto de conciencia para ver como se encontraba varado ahí a la orilla de la línea del tren esperando por Miguelito que prometió estar a las cinco como siempre, para beber con él, para reír, para asolearse como lagartos… como serpientes. La verdad es que no había mucho más que hacer, en un pueblo de viejos, donde los que pudieron se largaron a la capital y los que quedaron mastican la rabia por no haberse marchado.
Una hora de tormento en la que los pensamientos se le agolpaban en la cabeza. Nunca fue muy listo, no hay que serlo para pensar. Su rutina era así:
Despierta cada tarde a eso de las dos, entre el calor y el llanto del hijo bastardo de su hermana menor. La cabeza le da vueltas y el estómago se le contrae, su pieza de 2 x 3 se ha vuelto un horno, las sábanas que no cambiaba desde el verano anterior están húmedas de sudor, mira el póster de Gillian Anderson que tiene clavado en el muro de cholguán, mientras estira los brazos y piernas, siempre quiso ser mas alto, y cree ciegamente que estirándose por las mañanas terminará por crecer un par de centímetros más. En calzoncillos camina por su casa, coge el control remoto que está tirado, saluda a su abuela, discute con su hermana. Le recuerda que es una puta y que el huacho que llora es hijo de su primo hermano, Jonny, a quien estuvo a punto de matar a golpes cuando supo que la había preñado.
– Tienes suerte que no te salió mongólico
– Y tú, tienes suerte de que aún te aguanten en la casa vago- el niño chilla aun más
– Cállate hueona, a la que van a echar por zorra es a ti
Enciende el televisor, mira todos los canales y se olvida de su hermana, del llanto y de la artritis de la abuela, la vida es tan linda en los comerciales. Dos pasos más, abre el refrigerador, toma la margarina y el descolorido jugo de guinda, bajo en calorías rico en amarillo crepúsculo, bebe hasta chorrearse, hasta acabar con la última gota, hasta que la lengua los dientes y todo lo demás se le ha vuelto color guinda, llena sus pulmones con aire y escupe fascinado, contemplando como la saliva también se ha teñido violeta.
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